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Las verdes tierras del Finisterre galo, bañadas por el océano Atlántico, son el hogar de una de las culturas celtas continentales más atractivas: la bretona. A un paisaje natural envidiable hay que sumarle todo un carácter como pueblo. Bretaña es el Argoat -país de los bosques- y Armor -país del mar-, con el oleaje azotando las ínsulas y las brumas flotando en las herbosas landas. Pero también es música, el sonido de una gaita con un clarinete, alegres danzas colectivas, un relato milenario al calor de una chimenea, es una mesa repleta de frutos del mar, acompañados por un vaso de sidra o una pinta de cerveza. Aspectos todos ellos que hacen girar la vida bretona. Al igual que el gusto por pasear entre acantilados y bosques, o el placer de embarcarse y dejarse mecer por el oleaje por muy lejos que éste nos lleve.
No hay que olvidar que Bretaña es uno de esos pueblos tradicionales de la vieja Europa, con un legado histórico monumental. Desde los misteriosos megalitos alineados en concentraciones que parecen imposibles, hasta los impresionantes jardines, pasando por un inacabable patrimonio de castillos y fortalezas.
Aprovechamos la visita a Bretaña para realizar dos escapadas cercanas que completarán nuestro viaje. La primera a la ciudad de Nantes, antigua capital del ducado de Bretaña y hoy hermosa capital del País del Loira; y la segunda a la abadía del Mont Saint-Michel, situada en la frontera con Bretaña, en la región de Normandía, uno de los emplazamientos históricos más espectaculares de toda Europa.
Como una punta de lanza que se adentra en el océano Atlántico, entre el canal de la Mancha, al norte, y el golfo de Vizcaya, al sur, Bretaña ha dejado de ser un lugar vestido por las brumas y el misterio, para presentarse al mundo como un pequeño paraíso, en el que siempre suena una canción.